sábado, 7 de diciembre de 2013

ANALÍA de Fede MARONGIU

veces me pongo a meditar acerca del amor. El amor es un sentimiento hermoso, un oasis en el medio del desierto que es este mundo lleno de violencia, miedo y angustia. Es el motor que puede llevar a una persona a cometer los mayores actos de valentía y arrojo así como las mayores locuras. Puede llevar a un ser humano al éxtasis o puede hundirlo en la peor de las depresiones e incluso puede terminar con su vida.
Pero el amor también tiene un lado oscuro, un lado al cual la mayoría de los poetas no describen, un lado al cual no se le dedican canciones, ni frases pomposas y coloridas. Es ese lado del amor que limita de manera muy indefinida con el odio. Es ese lado del amor que muchas veces se transforma repentinamente en el más aborrecible de los crímenes, en el más abyecto de los sentimientos.
Cuando vi por primera vez a Analía me enamoré perdidamente de ella. Fue un día de primavera, cuando ella salía del colegio. Yo me encontraba observando a los adolescentes que salían del edificio, cuando repentinamente un rayo dorado llamó mi atención. Era su rubia cabellera flameando en la suave brisa del mediodía mientras ella conversaba animadamente con una compañera. Seguramente usted, estimado lector, al leer la palabra "colegio" habrá pensado inmediatamente que soy un pervertido. Sin embargo no creo serlo. En el amor la edad es un factor insignificante e irrelevante. El amor no conoce de edades, ni de juventud, ni de vejez. Es por ello que mis treinta y nueve años recién cumplidos no me impidieron enamorarme locamente de Analía. Ese día me acerqué a ella con la excusa de preguntarle acerca de la ubicación de una dependencia pública a la que supuestamente yo debía ir. Ella me sonrió angelicalmente y me indicó con el dedo el edificio al que yo debía dirigirme. No pude dejar de mirarla: sus ojos eran increíblemente celestes, casi turquesa; su rostro aniñado era la perfección hecha carne, la belleza hecha realidad. Miré su cuerpo de arriba a abajo y sus formas me parecieron perfectas; era como observar a una deidad griega o romana, era como encontrarse ante Venus o Afrodita si alguna vez éstas hubieran existido más allá de la imaginación del ser humano. Balbuceando un agradecimiento me retiré con el firme propósito de pasar por delante del colegio nuevamente al día siguiente. Regresé a mi casa y dediqué toda la tarde a recordar a Analía mientras tomaba los últimos rayos de sol en el jardín y regaba el césped.
Fue así como a las doce del mediodía de un martes de octubre me ubiqué nuevamente frente al colegio. Analía salió radiante como siempre y sin advertir mi presencia, y se encaminó hacia la calle lateral. Yo la seguí sin mucho disimulo y vi como caminaba meneando su cuerpo al compás de alguna melodía arcana que la naturaleza ejecutaba sólo para ella. La seguí hasta que entró en una de las casas del barrio residencial. Memoricé cada uno de los detalles de la casa: los ladrillos, los escalones que llevaban hasta la gran puerta de roble, las rejas de color verde militar. Cada uno de los detalles quedó en mi memoria. Al volver al mundo real me di cuenta que en la casa de al lado, una mujer anciana baldeaba la vereda con vehemencia. Me acerqué y, simulando interés por la casa donde había entrado Analía, le pregunté si conocía a quién podía contactar para comprarla. En unos quince minutos de conversación con la mujer me enteré que el dueño era un prestigioso abogado llamado Carlos Anzorregui, que vivía con su mujer y con sus dos hijas, Analía de trece años y Julieta, de nueve. También averigüé por este medio que Anzorregui tenía su estudio privado en la calle Talcahuano, en la zona de Tribunales.
El día miércoles decidí hacerme de valor y hablarle nuevamente. Esta vez la esperé más cerca de su casa y cuando se acercó le pregunté si ella era la hija del Doctor Anzorregui. Me presenté como un amigo y colega de su padre, le comenté que lo veía seguido cerca de su trabajo, y le pregunté si estudiaba en el colegio "Sagrado Corazón". Obviamente abundé en ciertos detalles de los que me había contado la vecina como para ganarme su confianza. Ella, con su hermosa sonrisa me contestó que sí. Le comenté acerca de la existencia de una hija mía a la que deseaba enviar a ese colegio para que desarrollara en él su educación secundaria. Analía me explicó brevemente todas las actividades que se realizaban en el colegio y, habiendo satisfecho mi curiosidad acerca de la institución educativa, partió velozmente diciendo que tenía que almorzar rápido para así poder regresar al colegio, ya que debía asistir a una clase de educación física. Ella se despidió y yo instintivamente extendí mi mano en señal de saludo. Ella me la estrechó suavemente y se fue.
Regresé a casa absolutamente conmocionado. Todavía no sé cómo pude llegar. El breve contacto físico con Analía había obnubilado mi mente de tal manera que había comenzado a caminar sintiéndome como envuelto en una espesa niebla. Es así que para hacer un recorrido que usualmente me llevaba unos quince minutos terminé utilizando más de una hora y media. Cuando logré calmar mi ansiedad decidí dedicarme a los quehaceres domésticos y salí a podar algunas plantas de mi hermoso jardín cuyas hojas habían comenzado a marchitar debido al intenso calor del día.
El jueves me dirigí directamente al colegio y, contando las mismas mentiras que le había dicho a Analía, inspeccioné el interior de la institución y retiré unos formularios de inscripción con el logotipo y el escudo del colegio. A las doce del mediodía salí del lugar y vi como los alumnos de la secundaria comenzaban a partir hacia sus casas. Entre la multitud pude divisar a Analía, como siempre radiante, con su blonda cabellera al viento. La seguí lentamente en mi automóvil mientras ella caminaba hacia su casa y la alcancé a dos cuadras de ésta. En ese momento pasé a su lado y desde la ventanilla del automóvil la saludé. Detuve el motor unos metros más adelante y descendí sonriendo, con los formularios en la mano, relatándole mi experiencia en el colegio y diciéndole que todavía quería hacerle algunas preguntas. Le pregunté si podía reunirme con alguno de los profesores para que me comentaran acerca de los planes de estudio y si ella conocía a alguno en particular para recomendármelo. Ella me dio el nombre de una profesora a la cual podía contactar. Fingí no entender el apellido de la mujer y me acerqué a mi automóvil en busca de un papel y una lapicera para escribirlo. Ella me siguió con confianza. Cuando me acerqué a ella para tomar nota, el papel se deslizó de mis manos y cayó a los pies de Analía. Ella, como una persona bien educada, se agachó a recogerlo. Fue en ese momento que descargué la barra de hierro que traía oculta entre mis ropas sobre su cabeza. No emitió ni un sonido, simplemente se desplomó en el suelo. Rápidamente la coloqué en el asiento trasero del automóvil y la cubrí con una manta. Me dirigí velozmente a casa y entré en el pequeño estacionamiento. Detuve el motor, bajé y cargué a Analía sobre mi hombro. Noté que había dejado un pequeño charco de sangre en el tapizado del automóvil. La deposité sobre la cama y la miré. Era aún más hermosa así dormida. Me saqué la ropa y la observé embelesado durante largo rato. Fue en ese momento, en que estaba contemplándola cuando despertó. Apenas me vio desnudo a su lado comenzó a gritar. Yo la tomé del cuello pero continuó gritando desesperadamente y agitando los brazos intentando arañarme y golpearme. ¿Por qué no me comprendía? Fue así como apreté y apreté hasta que los gritos cesaron y Analía pareció nuevamente dormida, aunque esta vez sus ojos estaban abiertos. Dejé su cuerpo sobre la cama, me vestí y fui al jardín a buscar la manguera para limpiar los rastros de sangre en el automóvil y en la casa.
Menos de una hora después escuché el timbre de la puerta de entrada. Me asomé y rápidamente me encontré rodeado de varios hombres vestidos de azul que dijeron ser de la policía, me esposaron y comenzaron a registrar la casa. En cuestión de minutos uno de ellos halló a Analía sobre mi cama. Sin más dilaciones me metieron en un vehículo policial y me sacaron del lugar delante de los vecinos que ya empezaban a juntarse en torno a mi vivienda. Yo no había contado con que un ser tan hermoso como Analía podía agradarle a otras personas y que por ello uno de sus compañeros del colegio la había seguido, había visto lo ocurrido y había anotado el número de la patente de mi automóvil. Yo intenté explicarle a todo el que me quisiera escuchar que amaba a Analía, que era el amor de mi vida, que mi amor hacia ella era lo mejor que podía pasarle a un hombre en toda su existencia y que no la había matado. No me creyeron.
Y ahora que me encuentro en este lugar con rejas en las ventanas y paredes blancas, en el cual me tienen aislado las veinticuatro horas del día, tengo mucho tiempo para recordar y pensar.  Pienso en mis plantas, en mis flores, en mi césped, en mi hermoso jardín... y en que espero que nadie sienta curiosidad, cave en él y encuentre a Andrea, a Rosa, a Cecilia, a Lucía y a todas las otras mujeres que amé con pasión a lo largo de mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...